Camino,
siempre lo hago.
Me sorprendo recorriendo las calles
de los barrios que nunca visite.
Las plazas vacías de niños
que albergan la mugre y el recuerdo
de aquellos
tiempos
en los que se soñaba diferente.
Apenas percibo mis pasos,
no se siente ni siquiera el eco
mi respiración,
y las hojas que crujen bajo mis pies
suenan mas bien lejanas,
como perdidas en un equinoccio bipolar
en que intermitente-mente
pasan del marron al verde.
La basura de ayer
permanece en los cestos
que a nadie interesa recoger...
En la esquina un perro rehuye de mi mirada
y desaparece a través de una pared
bañada en graffittis coloridos que contrastan
con el gris de la tarde
o tal vez la mañana,
no lo puedo saber.
Y de pronto al llegar a la esquina
del otro lado a mi derecha
encuentro un bar,
y al disponerme a cruzar la calle
un corso de astronautas y
enmascarados con banderas
aborda los adoquines
y se disponen a navegar
entre los cauces dibujados por algun
mulato de principios del Siglo XIX.
Su frenesí descarriado me obnubila,
sus grotescas figuras se agitan
y encandilado por sus antorchas
me arrastran hacia el suelo...
Me duele la cabeza, en mis manos
una bolsa de carton disimula
una mujer de busto portentoso,
que se hace rogar a gritos
que se hace llamar ginebra.
Ya no puedo distinguir mi sueño de la realidad,
no puedo elegir entre una u otra
posibilidad.
Solo ruego que sea una pesadilla,
y no haber vuelto a caer,
y despertar en mi libertad condicionada
lejos de aquella cárcel
de los vicios y del placer.
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