sábado, 4 de septiembre de 2010

La esquina del infinito


Camino,
siempre lo hago.
Me sorprendo recorriendo las calles
de los barrios que nunca visite.
Las plazas vacías de niños
que albergan la mugre y el recuerdo
de aquellos 
tiempos
en los que se soñaba diferente.
Apenas percibo mis pasos,
no se siente ni siquiera el eco 
mi respiración,
y las hojas que crujen bajo mis pies 
suenan mas bien lejanas, 
como perdidas en un equinoccio bipolar
en que intermitente-mente
pasan del marron al verde.
La basura de ayer
permanece en los cestos
que a nadie interesa recoger...

En la esquina un perro rehuye de mi mirada
y desaparece a través de una pared
bañada en graffittis coloridos que contrastan
con el gris de la tarde
o tal vez la mañana,
no lo puedo saber.
Y de pronto al llegar a la esquina
del otro lado a mi derecha
encuentro un bar,
y al disponerme a cruzar la calle
un corso de astronautas y
enmascarados con banderas
aborda los adoquines
y se disponen a navegar
entre los cauces dibujados por algun
mulato de principios del Siglo XIX.
Su frenesí descarriado me obnubila,
sus grotescas figuras se agitan
y encandilado por sus antorchas
me arrastran hacia el suelo...

Me duele la cabeza, en mis manos 
una bolsa de carton disimula 
una mujer de busto portentoso,
que se hace rogar a gritos
que se hace llamar ginebra.
Ya no puedo distinguir mi sueño de la realidad, 
no puedo elegir entre una u otra
posibilidad. 
Solo ruego que sea una pesadilla,
y no haber vuelto a caer,
y despertar en mi libertad condicionada
lejos de aquella cárcel
de los vicios y del placer.

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